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Asalto a la cerca de
Ceuta.
El jueves, refugiándose del
aguacero, entró en el bar Aurora con su nieta. Nos sorprendió: salvo los
domingos por la mañana, nunca hay niños en el bar. De todas maneras entendimos
que agua, viento y frío aconsejaban hacer un alto hasta que la climatología
diera tregua y pudiesen regresar a casa sin calarse hasta los huesos.
La nieta de Aurora tiene cuatro
años y se hace acompañar del desparpajo que otorga la infancia, de la inocencia
que se arroga quien no ha aprendido a mentir. Le hicimos las monerías de rigor
y de su oreja brotó algún que otro caramelo que la niña guardó, entre risas,
para después de comer.
Quizás para disimular la
impetuosidad del chaparrón, pedimos otra ronda mientras la niña, aburrida
porque ya nos habíamos centrado en conversaciones de adultos, se asomó a la
cristalera de la puerta y contempló algo que para nosotros pasó desapercibido.
“Un bicho” pateaba en un charco
tratando de alcanzar la orilla del mar revuelto que se le antojaba la piscina
formada por una baldosa levantada. La niña llamó a su abuela y Aurora, sin
darle demasiada importancia, comentó “no
pasa nada, sólo es una polilla”.
Mientras, en la tele narraban el
drama de cientos de subsaharianos que arriesgaban su vida en Ceuta tratando de
alcanzar la tierra de la prosperidad, el mundo de las ilusiones, la España
hipócrita que les desprecia y les expulsa. Anunciaban en ese momento que varias
personas, quizás diez, habían muerto: unos ahogados, otros aplastados al
intentar alcanzar la costa.
No lo pude evitar. La asociación de
ideas acudió a mi cabeza martilleando mi conciencia y mis entrañas. Y me
imaginé a nuestros gobernantes explicándonos a los ciudadanos candorosos: “No pasa nada, sólo son unos sin papeles”.
Como si fuesen polillas nadando
contra corriente.
Como si no tuviesen derecho a la
vida.
Como si cada uno de nosotros fuéramos
superiores a ellos.
Como si los tratásemos igual que a polillas
moribundas.
Al rato dejó de llover. Al salir
del bar no quise mirar al suelo. Me negué a conocer el destino del insecto que hacía
unos minutos pateaba buscando su salvación.
Ojos que no ven… Ojos que no ven,
porque las lágrimas les impiden mirar al suelo.
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