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Adiós al cardenal.
Entre chato y chato oímos en la tele algo sobre el arzobispo
Blázquez y el cardenal Rouco. Hablaban del relevo en la conferencia episcopal,
y de la iglesia católica. Más que debate, surgieron chascarrillos, bromas y jocosidades.
Emilio, el camarero, más devoto de la barra que del
reclinatorio, comentó: “Menudo pájaro
éste, y eso que le ha echado un par de huevos y ha dicho siempre lo que quería”.
Alberto, que hacía tiempo que no asistía a nuestras
tertulias, respondió: “Es una pena que a
éste lo hayan jubilado por la edad y no por su forma de pensar”. Y la
mayoría de nosotros asentimos.
Aurora, mientras acababa con el último trozo de jeta,
apostilló “Es un adelantado a su tiempo:
se ha anticipado a lo que nos espera cuando el mundo vuelva a las cavernas
después de la tercera guerra mundial”. Nos reímos.
“Éste sobrevivirá fijo”,
dijo Mario, y Emilio le interrumpió: no quería que siguiese hablando de los
bichos que resistirán el holocausto nuclear.
El ambiente era agradable, así que Emilio rellenó los vasos.
“La casa invita” y seguimos riendo.
Desde mi rincón comenté que es un mal hombre, que es incisivo con la palabra, pero falso con el
cumplimiento de cuanto predica. Dije que odio su incongruencia y que me aterra
su discurso moralizante sólo en la apariencia.
Fue Aurora quien aseguró: “Ése arderá en el infierno”. Yo le respondí “Juro que a partir de hoy me voy a portar bien para no coincidir con él
allí”. Y la idea de pasar la eternidad con un personaje como éste me
sugirió el auténtico infierno: a su lado, el
conjunto de males sin mezcla de bien alguno, se me antojaba cierto,
desalentador, amenazante, cruel.
Aquel día, el vino que nos sirvió Emilio me supo a gloria,
sin necesidad de consagraciones.
jopè...
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