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Cementerio Nuclear en
Salamanca.
Se me hace raro tomar un vino a las once de la noche, pero
las temperaturas veraniegas nos han empujado a refugiarnos en el bar con el sol
ya puesto y la fresca peleando, perezosa, por aparecer.
Emilio ha comprado un aparato de aire acondicionado, y la
verdad es que se agradece. Al principio, el electrodoméstico fue el
protagonista de la conversación. Después, como si una cosa llevara a la otra,
la charla nos arrastró por los derroteros del consumo y de la producción energética.
Acabamos hablando de plantas y cementerios nucleares y de proyectos para
instalarse en la provincia de Salamanca, con alborozo de cuantos esperan
obtener con ello beneficio económico, y con mortal desagrado de cuantos
recelamos de lo que el futuro haga con nuestros descendientes como venganza por
haber convertido estas tierras en basurero nuclear.
Emilio, como no puede ser de otra manera, dice que los que
nos oponemos a tal proyecto, lo hacemos sin escuchar los datos que aseguran que
no entraña peligro y que la actividad económica saldrá beneficiada. Nosotros,
los que formamos la contra, replicamos que sería más fácil creer los informes
si a los que los redactan no les fuera tanto euro en juego. Aludimos también a
que el cementerio nuclear ha traído anexo el camposanto donde reposa la verdad,
la necrópolis de la información y el enterramiento del debate. Porque, una vez
más, no se pregunta, se impone, se vende.
Los gigantes económicos no calzan botas de siete leguas,
como en los cuentos, sino zapatos acharolados llenos de millones de euros, y
eso me desagrada.
Somos pobres. Somos pobres hasta para pedir. Nos ofrecen
mierda (¿o debo decir basura?) y la aceptamos sin que nos paguen por ella ni
siquiera un plato de lentejas. No tenemos remedio.
¡Así nos va!
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