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Excalibur y el ébola.
Tengo el cuerpo para pocos vinos. La preocupación se ha asentado
en mi cabeza entre ambos hemisferios de mi encéfalo.
Sigue siendo protagonista de la información una cruel
enfermedad llegada a España de manera insensata. Mientras tanto, resuenan en la
tele los ecos del sacrificio de un perro convertido en símbolo de descontento,
de desencanto, de despropósito… De ganas de protestar, de ansia de gritar y
llorar porque nos sentimos marionetas en manos de los peores titiriteros que
nos podrían haber tocado.
Mi sentido común se pelea conmigo. Yo no habría sacrificado
al animal, no lo habría hecho porque creo que esconde muchas claves que podría
habernos ayudado a conocer la enfermedad. No lo habría hecho, porque ante la
duda prefiero retrasar su condena y esperar a tener un diagnóstico claro. No lo
habría hecho, porque me apena el perro, pero más aún sus amos, cargados de
miedo, aislamiento, fiebre y preocupación. Y la muerte de su mascota añade
pesadumbre de una manera cruel e intolerable.
Emilio nos sirve un vino que cato en único sorbo, casi
imperceptible.
Me asusta que hayamos hablado tanto del perro. Me preocupa
que no nos hayamos centrado en ministros y ministerios, en misterios que no
obtienen respuesta porque los que están obligados a darla, callan. Es más fácil
culpar a los demás que asumir lo mal que se han hecho las cosas.
Hemos hablado del perro, por no hablar de Anas, Marianos y
calañas. En este mundo de animales, el más humano se llamaba Excalibur.
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