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Desencajado entró en el bar de Emilio aquel interventor del
Partido Corrupto. Y es que hay cosas que no se desean ni a los enemigos, como
para andar haciéndoselas a los amigos.
Había sido movilizado por el Partido para que ocupase el
puesto de interventor en la mesa electoral que está cerca del bar. Las
instrucciones, concisas, pero no precisas: “De
día vigilas que las votaciones se hagan de manera legal. Ya sabes, que nadie
meta dos sobres y esas cosas. Luego, cuando se cierre el colegio y se abran los
sobres, cuentas y recuentas…”
No hizo falta que le dijeran nada más, accedió en ese mismo
instante. ¡Si el Partido le necesitaba, él estaría allí el primero! Y acudió.
Risas en la mañana con los que componían la mesa electoral y
con los otros interventores. Aburrimiento, monotonía, cansancio, hastío por la
tarde. Demasiadas horas. Pero todos sus males se pasaban con la sola idea del reparto
nocturno. Ahí estaba la clave, el sostén de la espera y la fe contra la
amargura. Abrir sobres y contar.
Llegó el momento, se extrajo el contenido de los primeros
sobres y el rostro del protagonista de este relato mudó de color. ¡Le habían
engañado! Aquellos sobres tenían votos. ¡Votos y no billetes, como él suponía!
“Pero… ¿Qué hay de lo
mío?”, se le escuchó decir.
Desencajado llegó al bar. Quisimos invitarle a una infusión
relajante. Rechazó nuestro ofrecimiento. “Un
café. Un café bien cargado. Bien cargado de coñac”, pidió el infortunado.
Emilio, que lo conoce de vista, que ha coincidido con él
algunas veces en la sede del partido, le dio unas palmaditas en el hombro. Tratando
de animarle le susurró “La casa invita”.
Nosotros estallamos en una sonora carcajada.
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