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En la proximidad del anochecer nos encontramos solos Emilio
y yo en el bar. Emilio andaba mosca, lleva un verano de flojera económica y no
tiene claro que septiembre enmiende la tendencia. En la tele, el zapping
repetitivo y constante del camarero que buscaba no se sabe qué, y no era capaz
de encontrarlo. Supongo que andaría a la caza de un programa de calidad, misión
imposible en las televisiones españolas. Al final, el telediario nos escupió
las declaraciones de Fernández sobre la visita de su amigo Rato.
“¡Qué vergüenza!”,
exclamó Emilio. Y me sorprendió que no defendiera a los suyos.
No quise meter el dedo en la yaga y le dejé hablar sin
intervenir. Es tan fácil criticar lo ilógico, lo inmoral…
El ministro Fernández debería casarse y marcharse a París,
aunque sea a un retiro dorado, como su ex colega, pero debería dejar el cargo.
Debería, por traidor a la ética, por delincuente de la estética.
No lo hará. Van de sobrados, de “aquí mando yo”. Y mandan,
manda huevos, mandan por el mandar de cuatro ciegos que les mantiene
atropellándonos, pisoteándonos, humillándonos.
Esta vez invité yo a una ronda a Emilio. No abrirá los ojos,
pero al menos le duelen las mismas cosas que al resto de los mortales.
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