A ratos se le escapa, señor Rivera, ese deje de señorito andaluz, de consorte de hija de Duquesa, de envalentonado con los que cree más débiles sean personas o animales.
Nunca le he deseado la muerte, señor Rivera, aunque trato de extinguir su oficio (¿se puede llamar oficio a la tortura?). Y me ducho, señor Rivera. Me ducho por dentro y por fuera. Por fuera, con agua, para matar gérmenes y alejar porquerías. Por dentro, con cultura. Pero de la que se adquiere en los libros y no de la que se alimenta utilizando la palabra para, en su nombre, hablar de arte y de tradiciones.
Soy antitaurino, señor Rivera. Y un poco loco, y algo poeta. Y limpio... No como la conciencia de quienes derraman su frustración sobre un toro al que humillan y maltratan hasta la muerte.
Discúlpeme, señor Rivera. Le he llamado Señor y creo que es más propio decirle Señorito.
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