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Mientras me tomo un vino de Toro, escucho un relato de
terror. Uno de los contertulios nos cuenta…
En el pueblo en el que vivo, los domingos no tenemos transporte
público y los días de diario, el último bus a Salamanca sale a las 18,15 h.
El médico viene dos días a la semana y la farmacia (sí
tenemos farmacia) tiene horario súper reducido.
No hay biblioteca (aunque la Diputación diga que sí), sino
una pequeña sala con cuatro libros antiguos, sin novedades, sin actividades
paralelas.
No hay carreteras arregladas. Eso sí, podríamos exportar
baches a espuertas.
No disponemos de sucursales bancarias, ni carnicería, ni
pescadería. Una habitación a la que llamamos supermercado nos abastece de lo
necesario para hacer la compra diaria. Eso sí, la fruta y la verdura de
temporada tienen mucha más calidad que la que podáis comprar en los híper de la
capital. No ha estanco, ni ferretería, ni panadería. Por no haber, no hay ni un
todoacién, ni un chino, ni nada por el estilo.
En el pueblo en el que vivo, sólo hay teatro en fiestas (y
eso si al alcalde de turno le da por programarlo). Sólo hay música en fiestas.
Sólo hay cuentos, monólogos, o magia en fiestas.
En el pueblo en el que vivo, no hay ni votos. Menos de 200,
que es una cifra pequeña. Ése es el problema. Ni votos que sienten políticos en
sus cargos, ni votos que muevan economías, ni votos que despierten conciencias.
Y se me encogió el alma con el relato.
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