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De todas las perversiones que esconde el mundo del toreo, la
peor, sin duda, es la que se esconde detrás de la denominación de “Escuela de
tauromaquia”, un espacio donde se enseña a niños a torturar, hasta la muerte, a
animales, para el regocijo de un público, ávido de sangre y dolor, que disfruta
con los puyazos, las banderillas y las estocadas. Y que, por cierto, no tiene
ningún reparo en denominar “castigos”.
Llamar cultura a lo que no es más que sadismo es una prueba
de cómo una sociedad puede anclarse a su pasado. De cómo se niega a
evolucionar. De cómo se pervierte el sentido común para enmascarar la barbarie
bajo tientes de tradición.
Que la Plaza Mayor de Salamanca se haya llenado de muletas y
capotes disparados por manos infantiles, no es muestra de cultura, sino de
despropósito y de falta de sensibilidad hacia el dolor de los animales.
Festejar los 35 años de una escuela de sadismo, es tan
absurdo como pretender ver arte en el chorrear de la sangre, o ver belleza en
las lágrimas de dolor de un toro.
Cruzo los dedos para que la tal Escuela no llegue a cumplir
36 años.
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