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No aguanto a Emilio, el camarero. De verdad, que no le
aguanto. Si no fuese por el cariño que le tengo a su familia (y a él, después
de tantos años), no volvería a llamarle ni una vez más.
Anda soliviantado, al borde de la sublevación, porque nos
han pasado el recibo de marzo a los autónomos, y porque tiene que hacer no sé
cuánto papeleo (que se lo hace la gestoría). Y porque no se sabe cuándo nos
llegará la asignación pecuniaria prometida por el gobierno.
Poco recuerda que en la crisis anterior, la de Rajoy, nadie le
rebajó los impuestos, nadie le asignó un subsidio de supervivencia, nadie
rescató a Pymes ni a autónomos, sino que se regaló dinero a la banca y a los
empresarios de autopistas.
No recuerda que entones tuvo que pedir dinero a sus padres y
a sus hermanos, con la vergüenza que implica. No recuerda que dejó de poner la
calefacción en casa porque no podía pagarla. No recuerda que no comían carne,
ni tenían galletas para el desayuno…
No recuerda que entonces la crisis no la provocó un virus,
sino la avaricia de unos cuantos millonarios.
Pero el malo, hoy, es quien echa una mano. Escasa, sí, pero
mano. Por primera vez en la historia de España. Por primera vez en la vida de tantos
emilios.
España no es sólo país de pícaros, sino de ingratos. Como Emilio.
Como tantos miles que me encuentro en las redes cada día.
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