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Tercera República.
“Emilio, rellénanos
los vasos”, reclamó Mario mientras discutíamos sobre los beneficios de
tener una monarquía en España. Es ésta discusión añeja a la que no acierto a
pillar el punto, porque debatir sobre la nada siempre me ha resultado
inoperante y cansino.
De inmediato salieron a relucir los días de aquel 23 de
febrero, en la prehistoria de la democracia actual (sic), y trataron de
vendernos el papel protagonista de su majestad. “¿Y qué? -dije yo- ¿A qué
viene tanto bombo? ¿No era el rey? Entonces no hizo más que cumplir con su
deber, como cuando un barrendero deja impoluta la acera de enfrente”. Y se armó la zapatiesta. Que
si no respetas nada, que de no haber sido por Juan Carlos…
A su majestad (al anterior a y la presente) nos lo
impusieron. No hubo debate, no ha vuelto a haberlo. Lo votaron nuestros padres
o nuestros abuelos… Y han cambiado tanto las cosas…
¡Un Jefe de Estado! Vale, sí. ¿Para qué? ¿Para cumplir el
dictamen del Presidente de turno? ¿Para no salirse del guión que le marca el
parlamente de turno? ¿Para ser marioneta de Presidentes y mayorías absolutas?
Me quedo con el comerciante de la esquina. Trabaja más, me
sale más barato y hasta me cae mejor.
Siento ganas de pedir otra ronda y otra y otra más. A ver si
así se me anestesia la conciencia y me permite relajarme, alejarme de tanta
monarquía. Aproximarme, aunque sea en sueños a otro 14 de abril.
Qué bien me suena. Qué bonito sueño.
"Emilio, rellénanos los vasos", reclamo con una sonrisa en el corazón.
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