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Estoy en el bar de Emilio disfrutando los últimos días de agosto.
A mi lado, una familia, (papá, mamá y dos niños) pelean porque los peques no
quieren comerse las rebanadas de pan de molde con jamón cocido que les ofrece
la madre. Les calculo tres y cinco años.
El padre va por la tercera jarra de cerveza, no le culpo,
hace un calor de infierno. La madre deja que se deshaga el hielo en cocacola baja
en calorías. Típico, típico.
La mujer, todo paciencia, trata de que los niños coman y les
ofrece un refresco de naranja. Los niños, erre que erre, gritando por una
ración de patatas.
El padre, que ve crecer el bullicio familiar, va perdiendo
la compostura y, con ánimo de que su grito silencie voces más bajas, lanza al
aire su bravata: “Por el amor de Dios, o os coméis el bocadillo, o os doy una
hostia a cada uno”.
Silencio absoluto. No solo en su mesa, sino en el bar
entero. Gracias al amor de dios, el padre ha conseguido que reine la paz, y los
niños, tristes y humillados, apuran el bocata.
Se me vienen a la mente Israel y Palestina, donde los judíos
se amparan en el amor de Dios para masacrar a los palestinos; ISIS y el
terrorismo islámico, donde el amor de dios es la venganza; el trío de las
Azores, con un Bush invocando a su dios.
La madre sonríe a los niños tratando de quitar hierro al
asunto.
Pienso, si el amor, en lugar de un dios, lo ofreciera una
Diosa, otro gallo nos habría cantado.