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La Virgen del Amor.
Entre trago y trago, me pregunta Emilio la razón de que no
me parezca bien que anden condecorando a vírgenes o a sus cofradías. Trato de
explicarle que vivimos (o algunos queremos vivir) en un estado aconfesional, en
el que las aureolas se quedan en casa,
porque no es de buena educación que se nos traten de imponer mitos, creencias o
mentiras.
Me dice Emilio, que el sentir mayoritario… Y no le dejo
seguir. Es raro, porque no soy dado a interrumpir a los demás, pero estoy tan
harto de la excusa del sentir mayoritario…
El sentir mayoritario proclamó, allá por el año 78, que
ninguna confesión tendrá carácter estatal, y a mí me parece que andar
condecorando a Cristos o Vírgenes es montar el cristo de forma innecesaria, es
marear la perdiz, es buscar el enfrentamiento zafio, tonto, sinsentido.
Me dice Emilio que soy un intolerante y yo me río. ¡Qué
triste sentido de la intolerancia tiene quien me impone una imagen religiosa
asociada a un estamento civil! ¡Qué triste sentido de la tolerancia tiene quien
interpreta una constitución (de todos, para todos) a su arbitrio particular!
Le pido un vino y rectifico sobre la marcha. Que sean dos,
uno para Emilio, otro para mí. Seré un intolerante, pero no me niego a departir
(sin imponer) con quienes no comparten mi manera de pensar.
La Virgen del Pilar tiene su medalla, la Virgen del Amor
también recibe su condecoración. Quiero pensar que la próxima vez que la
Nacional cargue contra la gente en una manifestación, las ostias no serán
ostias, sino hostias. A fin de cuentas, entre porra y porra, entre pelota y
pelota de goma, nos han colado los cristos, las vírgenes y el folklore
religioso.
Para mis adentros entono una saeta, mientras su flecha se
clava en mis entrañas.
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