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El toro torturado.
Con el llegar de las fiestas de Salamanca surge la
conversación de todos los años. Ésa que hace que Emilio se salga de sus
casillas, grite como sólo él puede hacerlo en el bar y asuste a la clientela
que ignora que el muchacho es así, apasionado y faltón en ocasiones, tierno y
elegante en otros momentos.
Los toros. O por mejor decir, las corridas de toros. No,
mejor no andar con ambigüedades: la tortura que se inflige a los toros para
satisfacción de cuatro humanos más sádicos que cabales.
Emilio repitió, como cacatúa, los mismos argumentos de todos
los años.
Me reí de cuando afirmó que el toro no sufre: me parece un
argumento tan “a conveniencia”. Me burlé cuando le escuché decir que el toro,
para reafirmarse como especie, necesita el reto, el castigo, el duelo contra
sus iguales en valor y arrogancia: me parece un argumento tan “a conveniencia”.
Me mofé cuando escuché que sin las corridas el toro se habría extinguido ya: me
parece un argumento tan “a conveniencia”.
Emilio, enfadado, argumentó no sé qué de los toros y la
cultura. Yo no soy muy culto, lo sé, pero mi incultura me da para saber que lo
mío, cuando cuento cuentos, es cultura. Que los cantantes, cuando cantan, hacen
cultura. Que los toreros, cuando martirizan a un animal, están cometiendo un
acto de tortura.
El ambiente era tenso. Ya no sabíamos si pedir otra ronda o
interrumpir la tertulia, porque el tema hace que nunca acabemos bien. Nekane,
psicóloga vasca afincada en esta tierra y que siempre toma partido en el bando
antitaurino, rompió la tensión. “Ponnos
una ración de bravas. A condición de que sean patatas y no ganaderías”.
Mientras Emilio servía el plato, me miró y comentó: “El simio, para ser hombre, necesitó miles de años. No esperes que este
animal entienda que debe respetar a otros animales en sólo doce meses”.
Emilio, con un punto socarrón, nos puso el plato de bravas y
una banderilla de encurtidos para cada uno. “La casa invita”, añadió con su mejor sonrisa.
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