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Bromean tres parroquianos en el
bar de Emilio sobre “La manada”, sobre las violaciones, sobre el largo de las
faldas y sobre las “calientapollas”
que te dicen que no después de ponerte a cien.
Les recrimina Emilio su actitud,
y me alegro. Les tapa la boca preguntándoles qué les habría parecido si se lo
hubiesen hecho a su madre o a su hermana. Uno, sólo uno, y me alegro, le lleva
la contraria diciendo que su madre y su hermana eran demasiado listas como para
meterse en ese fregado. Emilio, enfadado, responde que ojalá se pareciera en
algo a su madre y a su hermana, porque en inteligencia, desde luego, no
comparten nada.
Intervengo en la conversación.
Ignoro al energúmeno y hablo con Emilio. Le digo…
“No quiero que la respetes porque podría ser
tu madre, ni porque podría ser tu hermana. Quiero que la respetes porque es
mujer. Porque es persona. Más allá de sangres o de afectos.”
Sonríe Emilio, me da una palmada
en el hombro, rellena mi vaso de vino peleón y me dice “¡La casa invita!”
Entre los parroquianos se hace un
silencio amargo, pero mucho menos doloroso que el que padecen muchas, muchas,
muchas mujeres a diario.
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