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Nos juntamos en el bar de Emilio para seguir en la tele el
resultado de las elecciones. He pedido cerveza. No me atrevo con vino por miedo
a que se me agrie en cualquier momento y, la verdad, creo que he acertado.
Se me escapan los motivos que tienen mis vecinos para, con
sus votos, alimentar una política que no entiendo, que no comparto, que no ha
hecho más que traernos miseria y miedo. Miedo a perder el puesto de trabajo,
miedo a no llegar a fin de mes, miedo a que nuestros hijos no tengan las mismas
oportunidades que los hijos de los que más tienen.
El vino me habría sabido dulce en Barcelona, en Coruña, en
Madrid… Pero no en mi comunidad donde los vientos de cambio son escasos, ni en
mi patria chica, Salamanca, donde el “más
de lo mismo” se convierte en letanía que se repite de forma machacona, sin
que la gente sepa lo que dice, como en la misa dominical se balbucean respuestas
de forma monótona y sin sentido.
Algunos ven en el horizonte el fin del bipartidismo. Yo sólo
acierto a ver los muros que han creado las izquierdas, su incapacidad de
diálogo en muchos sitios, los kilos de papeletas electorales con nombres
diferentes aunque las ideas sean parecidas. Y me da rabia.
No ha ganado la derecha. Han perdido las izquierdas. Han
perdido aunque Esperanza Aguirre pase a ser recuerdo. Han perdido aunque
Cospedal se vea entre la espada y la pared.
Estas son las ocasiones desperdiciadas, las oportunidades
perdidas, los gritos ahogados.
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