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Les conté, entonces, que hace unos días, en uno de los
pueblos donde he trabajado con motivo de la matanza tradicional, un borrego
disfrazado de persona se pasó la mañana haciendo comentarios troglodíticos y
dignos del más indigno de los eurodiputados polacos.
Todo empezó cuando alguien, por azar, se chocó por detrás con
él. Entonces, entre bromas, voceó…
-
¡Cuidado, que a los hombres, por detrás, jamás!
-
Ni a los hombres, ni a las mujeres –respondió
quien había chocado-.
-
A ésas, por donde quieras, que les gusta. Al
principio dicen que no, pero si las enseñas, lo haces por donde te dé la gana,
que son muy putas las mujeres. Todo está en enseñarles quién manda –dijo,
riendo, mientras golpeaba la palma de una mano con el dorso de la otra-.
Hubo menos polémica de lo que esperaba tras la majadería del
cateto. Quizás porque sus convecinos ya le conocían, y los de fuera no teníamos
fuerza ante la masa. O tal vez porque, donde parecía que no podía ir a peor,
para quitar hierro al asunto el troglodita llevó la conversación a los “maricones”, a los “porculados”, a los “comepollas”,
y ya podéis imaginar el tono de los demás los calificativos. Y ahí había mucho
más consenso entre las gentes de ese pueblo. Todo fue burla, broma de mal
gusto, chanza e insulto. Todo humillación y desprecio.
Unos días después surgió en Madrid lo del famoso autocar,
eso de los penes y las vulvas. Y pensé que nos ganarán siempre la partida los
que se hacen oír con argumentos ridículos, con aseveraciones ofensivas, con
conversaciones dignas de las cavernas.
Mientras
tanto, las gentes normales, los del siglo XXI, seguimos dejando que aberrantes
diplodocus manchen con sus comentarios nuestras plazas o contamienen nuestras
calles con sus autobuses.
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